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CULTURA

 

Los chaneques de Los Tuxtlas

Por Juan Iván Salomón

Al atardecer del pasado fin de semana regresábamos en automóvil de Acayucan a Xalapa. También habíamos visitado Oluta, la tierra del tío Melitón Morales Domínguez y de La Malinche. La Yaretzi deseaba conocer los burdeles, famosos hace muchos años, mismos que ya no existen en esta población. Hay y ha habido gente destacada en esta zona del sureste veracruzano.

“Descúbrete mortal/Tu frente inclina/Que el orgullo mundanal/Aquí termina”, se lee en el frontispicio del cementerio municipal de Acayucan, donde se encuentra el enorme mausoleo del general Miguel Alemán González, padre del presidente Miguel Alemán Valdés y abuelo del gobernador Miguel Alemán Velazco.

Aquí han nacido o vivido poetas y periodistas conocidos, como Orlando Guillén, Jonás Bibiano, Yayo Gutiérrez, Arturo Reyes Isidoro, Tavo Cadena Mathey, Fidel Pérez Sánchez, Víctor Murguía Velasco, Gustavo González Godina, José Luis Ortega Vidal, Isidro Ibáñez Córdoba, Carlos Franco Mendoza, Jorge Cabrera Vera, nuestro padrino Pepe Valencia Sánchez, etcétera. Esto por mencionar de memoria sólo a unos cuantos que después emigraron a conquistar otros ámbitos. Si faltaren nombres, avisen por fa a este correo electrónico: [email protected] .

Anochecía cuando circulábamos a la altura del rancho “Los Chaneques”, muy cerca de Santiago Tuxtla y, ¿qué creen?, que se apaga el motor del automóvil y no lo pudimos arrancar.

Dijo Yaretzi toda asustada:

–Es por los chaneques, ya lo presentía y me lo habían advertido. Aquí suceden cosas raras. Pidamos ayuda y vámonos rápido.

Ningún automovilista se detenía para auxiliarnos. Hasta que alguien se apiadó de nosotros. Tal vez porque la Yaretzi le pareció chida con su ajustado pantalón de mezclilla. Por más que le buscamos, no detectamos la falla. Con grúa lo remolcamos a San Andrés Tuxtla, donde no localizamos un mecánico disponible. Allí pasamos la noche y fue hasta el día siguiente, lunes, que por fin encontramos un mecánico. Y, oh, sorpresa, arrancó sin problema al primer intento. El mecánico nos dijo que no encontró ningún desperfecto.

Meditabunda, cabizbaja, Yaretzi reprochaba a este terco reportero:

–Te dije que nos fuéramos por la autopista, pero quisiste ahorrarte unos cuantos pesos de la caseta y mira lo que ocurrió por tu culpa. Jamás te acompañaré otra vez si te vienes por esta solitaria carretera.

Y agregó llorosa:

–Ya me habían contado que de noche por aquí se aparecen los chaneques. Que son chiquitos como duendes. Si llego a ver uno, te juro que me muero de un infarto y tú serás responsable.

Durante todo el trayecto, Yaretzi evitó en la medida de lo posible mencionar a los chaneques. Cuando llegamos a Xalapa y sintiéndose a salvo de cualquier fantasmal visión, preguntó tímidamente conciliadora:

–¿Qué hubiéramos hecho, Juanchito, si se nos aparecía un horrible chaneque?

–Pues te hubiera pedido que te desvistieras y te pusieras la ropa al revés. Decía mi abuela que así los ahuyentaban –respondió este reportero.

–No me parece gracioso tu mal chiste –replicó Yaretzi.

¿Creen ustedes, amables lectores, en la existencia de los chaneques?

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