Sin tacto
El humor de Juan Verdaguer
Por Sergio González Levet
Tengo amigos extranjeros y en lo general me ha ido ben con ellos -los argentinos son un caso aparte y mejor ni hablar de ellos- pero me doy cuenta que hay personas de una nacionalidad que siempre me han tocado geniales y honorables: los uruguayos.
Empiezo por nombrar a mi querido maestro y añorable amigo Jorge Ruffinelli, con el que aprendí las primeras letras literarias -con perdón del aparente pleonasmo-y a hacer -editar- un libro con todas las de la ley. Pero a él -siempre en mi recuerdo y en mi historia profesional- sumo a Juan Carlos Onetti, a Ángel Rama, a Alfredo Zitarrosa, a Mario Benedetti, todos ellos muy decentes, muy cultos, muy inteligentes y profundos demócratas.
Y además hay un personaje que seguí a lo largo de los años y de tanto en tanto recurro a él para salir de la depresión, como aconsejaba el médico a Garrick. Es Juan Verdaguer, un cómico muy serio. Tenía sí una expresión como de sorna en la cara, pero en general parecía más bien un burócrata de nivel que estaba relatando un trámite. Esa paradoja lo hacía más divertido aún. Cuando entraba al escenario y recibía la ovación emocionada de sus fans, exclamaba: “¡Qué gran aplauso! Diré como el bebé de Sofía Loren: ¿Todo eso es para mí?”
Don Juan usaba la inteligencia para hacer humor, y eso lo hacía insuperable. No recurría a las malas palabras o a las agresiones contra el público ni a las vulgaridades Su humor era de ése que hace reír, pero también pensar, y muchas veces tardaba la gente varios segundos en entender su chiste y soltar la carcajada.
Permítanme que le deje la palabra.
“El chiste costa de tres elementos fundamentales: la exageración, el ridículo… y las suegras. Para la exageración en el humor lo podemos cubrir con algo como lo que le ocurrió al famoso pintor español Salvador Dalí. Resulta que fue testigo de un asalto en París. La policía le pidió que hiciera retratos de los tres delincuentes que él había visto. Pidió papel y un lápiz e hizo los dibujos. Al otro día la policía capturó a una monja, un televisor y la Torre Eiffel.
“El ridículo podríamos justificarlo con el cuento de una muchacha muy guapa que entra a un bar. Un señor que está en la barra le dice. ‘Señorita, ¿me permite que le invite una copa?’ La muchacha le dice: ´Mire, no pierda su tiempo. Yo soy lesbiana.’
El señor le contesta: ´No me diga. ¿Y qué tal? ¿Cómo andan las cosas por Beirut?’
“Y ahora viene la suegra. Mi suegra cree en la reencarnación, ese asunto que dice que cuando uno muere regresa a la vida convertido en otro ser o en un animal cualquiera. Hace poco le pregunté: ‘Así que según esa teoría ¿yo podría regresar a la vida convertido en un gusano?’ Ella me dijo: ‘¡No, dos veces la misma cosa, no!’”