
EL CUAUHTÉMOC Y LA JUSTICIA A LA DERIVA
Por John McCarthy
El Buque Escuela Cuauhtémoc, orgullo de la Armada mexicana, fue construido en 1982 en Bilbao, España —el mismo país al que, entre exigencias diplomáticas y simbolismos mal entendidos, pedimos alguna vez una disculpa por la Conquista. Por décadas, el Cuauhtémoc ha sido un símbolo de disciplina, formación y presencia internacional. Un estandarte flotante de lo que México alguna vez aspiró a ser. Hasta que se convirtió en el escenario de una metáfora involuntaria… pero perfecta.
El barco, utilizado horas antes por afiliados de Morena para promover su contrarreforma judicial, navegó en reversa y colapsó: dos mástiles rotos, dos personas fallecidas, diecisiete heridas y una bandera monumental ondeando con furia, como si no se diera cuenta de que lo que representa se desmorona.
Más allá de la metáfora, fue una tragedia real. La pérdida de vidas humanas y el sufrimiento de los heridos merecen respeto y duelo. Las imágenes mostraban a marinos colgados de los mástiles y entre las velas, luchando por salvar sus vidas mientras todo se desplomaba. Pero en este país tan dado a los símbolos, esos muertos y heridos no serán sino un presagio de lo que ha de pasar con la mentada reforma: más dolor, más fracturas, más retroceso.
Lo más grave quizá no fue el accidente en sí, sino que un símbolo de Estado —perteneciente a la Marina Armada de México, institución que debería permanecer neutral— haya sido prestado para fines partidistas. Se perdió el equilibrio, se perdió la mesura… y se perdió la neutralidad.
Ahí estaban los militantes, felices, dándole al Cuauhtémoc el beso de la muerte. Y el barco, como el país, cedió. Porque los mástiles del Cuauhtémoc no cayeron al mismo tiempo: cayeron uno a uno. Como los Poderes de la Unión. Primero el Ejecutivo se dobló ante el poder absoluto. Luego el Legislativo se volvió aplaudidor. Y ahora, va por el Judicial.
Desde Nueva York —la ciudad que en estos días simboliza la justicia que más temen nuestros gobernantes—, muchos compatriotas lo veíamos llegar al puerto con orgullo. Le tomábamos fotos. Era nuestro barco escuela. Un símbolo de lo que México podía representar en el mundo. Hoy, esas imágenes parecen postales de un país que ya no existe.
Porque cuando un símbolo tan noble cae tras recibir el beso de la muerte de la demagogia, no es el velero el que se hunde.
Es la República.