Café amargo

CULTURA, ESTATAL

Juan Noel Armenta López

Era la temporada de agua y frío en la que íbamos al corte de café. Hombres y mujeres, niños y ancianos, teníamos que entrarle duro al trabajo. Como buena cordillera, el frío era intenso y lacerante. No había cobija suficiente para detener la embestida del temporal. Pero había una forma sutil de entrar en calor, desgraciadamente prohibida para los menores: tomar aguardiente. Pensábamos: “que ideas tan locas las de los adultos de no quererles quitar el frio a los niños”. Pero que bueno, porque vimos a varias personas morir “entecados” como perros de tanto vino y tabaco. Desde medio día, la temperatura empezaba a bajar sin piedad. Por eso es que los adultos recomendaban extremar cuidados: la montaña te da todo, pero si no la conoces y respetas, te puede quitar todo. La montaña tiene bellezas incomparables, y también peligros incomparables, decía la abuela con la fuerza de sus palabras y de sus viejos años. Pero además de tenerle miedo a los depredadores, había que temerle a la llorona, al diablo, y al decapitado. Y se llegó el corte de café. Y, pues, ni modo, nos levantaron casi de noche para arreglarnos. Ese primer día nos dieron café caliente en un jarro, y resobado untado con miel “cojón de toro”. Y al rato nos echamos a caminar dos horas, desde el pueblo de la “Casuarina”, hasta las fincas de café. Muy de madrugada nos abrigaron con esas desgraciadas chamarras cuadradas de “pelo de borrego”. Pesaban tanto esos chamarrones, igual que el “fuste” de la mula de Venancio. Y luego nos calzaron con esas botas de “siete cueros”, llamadas también “mata culebras”, a las que la abuela todavía les ponía en el fondo papel de estraza para que los pies permanecieran calientes. Y por último esas gorras de “peluche” con orejeras, quizás para que nos pareciéramos al cansado perro cazador, ese perro de orejas largas de Nicasio que se veía horrible. Vestidos así, nos sentíamos ridículos y burlados. Pero no nos fue tan mal comparados con Luis que su mamá le puso “chiquiadores” de papa en las sienes. Y además de todo, teníamos que cargar con el “tenate”, la “jaba”, machete, morral de yute, bastimento, costales y reatas. Antes de partir, a los que padecíamos asma bronquial nos hacían tomar tragos de “aceite de tortuga caguama” para que la polinización no nos pegara tan duro. Así es que abrigados, enojados, soñolientos, y apestosos, nos fuimos al corte de café. ¡Vayan contentos, nos dijo la abuela! Persignándonos con la “cruz de dedos” en la frente. Llegando a la finca, el capataz nos asignó la fila de matas de café que nos tocaba cortar. Y así empezamos el trabajo, deslizando con los dedos el grano rojo ámbar hasta el tenate que teníamos amarrado a la cintura. Cuando se llenaba el tenate, lo vaciábamos al costal para descansar su peso. Y lleno el costal, pasaba el jefe de cuadrilla a coserle con mecate y aguja de “arria” la boca para no

desperdiciar kilos de grano. Después, había que llevar el costal a “memes” hasta un punto de concentración para pesarlo en la “romana”. Y después se cargaban los costales en mulas y se llevaban hasta la “tolva” y el beneficio de café para su procesamiento. La jornada era de seis de la mañana a seis de la tarde. Sólo se suspendía a medio día para comer. Algunos se seguían derecho para ganar tiempos. Una regla muy importante era que te ayudaban a cargar el costal una sola vez. Si se te caía, nadie tumbaría su carga para ayudarte nuevamente. Algo pasó en el negocio del café: se desplomó el precio, y se bloquearon las exportaciones, al grado de que era más barato dejar podrir el grano en la mata que pagar cortadores. Se acabó la bonanza de telas importadas para las mujeres, peinetas sevillanas, perfumes, bisutería, barbadas de oro para los caballos, espuelas de plata, sombreros de pelo para los patrones, vinos para paladares exigentes, armas sofisticadas y tazas con “bigotera”. El café hizo ricos a muchos pobres, más ricos a muchos ricos y más pobres a muchos pobres. Después de la debacle, ricos y pobres quedaron pobres. Pero el café sigue siendo rico: tiene aroma, color, cuerpo y textura. Es decir, el café nunca ha dejado de ser rico. Así me contó don José Muñoz con mucha nostalgia sobre aquellos años del café en México. Se dice que en las letras que forman la palabra café, está como debe consumirse: C (caliente), A (amargo), F (fuerte), E (escaso). Gracias Zazil. Doy fe.