La peste negra Juan Noel Armenta López
Cuando apareció la peste negra, todo cambió para nosotros. Antes, la vida transcurría en paz. Pero la mortandad que causó la peste negra nos cambió la vida. Estoy sentado al borde de la barranca. Hace aire, ese aire proviene del cielo, también emerge de la cañada. Tras de mi, está la calzada por donde pasan las bestias sonando con sus pezuñas las herraduras de fierro colado. Siento como se me arruga la piel de la cara mojada por la llovizna y el influjo del viento. oigo el grito de la abuela pronunciando mi nombre desesperadamente. Me tomo un tiempo más, la abuela lo sabe. Disfruto de la cañada. Veo hasta el fondo de la barranca las copas de los árboles que se mueven con agitación profunda. Estoy triste, el abuelo Próspero murió. El abuelo Próspero era el sostén de la casa de la abuela, y el nuestro. ¿Qué irá a ser de nosotros?, me preguntaba. Aunque sentía tranquilidad saber que la abuela lo resolvía todo. Y si no, el pueblo nos protegería. Me siento solo. Crecíamos, y los protectores de nosotros se acababan. Si todo cambiaba, tendríamos que decir adiós al arroyo, a las flores, a la barranca, a la felicidad de la prodigiosa naturaleza. Al sol, a la luna, a la noche, a los cocuyos. Aunque sabía que este día tenía que llegar. Pero muy pronto, no tuvimos que esperar para partir del rancho y enfrentarnos a la realidad de la vida. La presencia de la peste negra aprontó los planes que mi hermano y yo pensamos. Más pronto que nunca tuvimos que salir de la sierra. Las personas que conocíamos y queríamos, empezaron a morir en vida. Sus cuerpos se empezaron a pudrir y a descomponer. La peste se podía sentir con un olor fétido que llegaba por el aire. Pudimos ver como manchas negras penetraban en la carne y en los huesos. Las historias se tejían en el pueblo culpando al diablo. Pero nadie sabía que la causaba y como se podría curar el cuerpo. Dos o tres veces al día asistíamos a los entierros de la gente que moría. Cuando se enterraba el cuerpo, la gente vaciaba cubetas de cal de piedra sobre el ataúd para evitar que saliera esa peste negra. Pronto no habría cuerpos para morir. De la mano de la abuela salimos lo más pronto posible entre el viento, la lluvia, y el dolor de dejar todo aquello que nos importaba para llegar a lugares que nunca habíamos conocido. Y el perro aquel que babeaba… Doy fe