Sin tacto

OPINION

 

Vicente y El Quelite

Por Sergio González Levet

La verdad es que el mundo está lleno de héroes de toda laya. Lo que pasa es que
como sociedad solamente nos ocupamos de cierta clase de campeones, y muchas
veces olvidamos a los superhombres que hacen hazañas tan tremendas como ser
buenos trabajadores, ser responsables o simplemente ser buenos padres de
familia.
Con eso de la característica de nuestro idioma, que toma el género masculino
como el globalizador cuando en un enunciado nos referimos tanto a ése como al
femenino, debo extender lo dicho en el párrafo anterior y decir también que:
El mundo está lleno de heroínas de toda laya. Lo que pasa es que como
sociedad sólo nos ocupamos de cierta clase de campeonas, y muchas veces
olvidamos a las supermujeres que hacen hazañas tan tremendas como ser
buenas trabajadoras, ser responsables y ser buenas madres de familia.
Hoy me cuesta decir que uno de esos héroes pasó a mejor vida apenas antier,
en Misantla, su pueblo y el mío, y que sus muchos amigos que lo queríamos
estamos llorando por él.
Me refiero a Vicente Romero, que fue el referente máximo de la gastronomía de
Misantla, y eso que el pueblo está lleno de sabores que han impactado en todo el
mundo.
En 1973, hace 49 años, Chente inició el negocio con una modesta garnachería
en la calle Morelos; modesta, pero soberbia en la preparación de antojitos que
nacían bajo las manos mágicas de su esposa, María Reyes Contreras (me
conduelo contigo, Mary, en esta hora difícil). Todos los que vivíamos entonces en
ese terruño fuimos sus clientes, pues no nos atraían irremisiblemente los olores
magníficos de la cocina queliteña; nos hechizaban las pasmosas mixturas de masa, manteca, frijol y chile que terminaban en el plato convertidas en magia para
las gustativas impresionadas de los clientes.
Fue tal el revuelo, el éxito, la solicitud de los guisos maravillosos, que la
cenaduría se convirtió en un restaurante que empezó a hacer leyenda con su pollo
en chiltepín, y sus acamayas al mojo de ajo, sus enchiladas y su cecina, sus
tortillas recién nacidas del comal, ummm, sus combinaciones insospechadas de
materiales alimenticios.
Y Vicente siempre ahí, al pie del cañón y atrás de la barra, con su humor
especial, con su conocimiento pleno de las cosas que iban pasando en el pueblo.
Muchos de sus clientes habituales terminaron convertidos en familia, como Totó
Alfonso Jiménez Acosta; como otro poeta, Manuel Antonio Santiago. Como,
igualmente, el lingüista inconmensurable Carlo Antonio Castro, que entre el
registro y el rescate del idioma misanteco con los dos últimos hablantes que
quedaban se logró dar tiempo para engullir litros y kilos de caldos y fritangas, y
para ser padrino de Beu Maliyel, a quien le otorgó el nombre y su sapiencia.
Hoy Vicente, el Plátano como le conocíamos por buen nombre, ya reposa en el
lugar de los justos, de los triunfadores, de los héroes como él, que dejó su huella
en el corazón y el estómago de todos los que tuvimos el lujo de disfrutar su
hospitalidad.

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