Sin tacto

OPINION

 

Traidores a la patria /1

Por Sergio González Levet

En los años posteriores al Movimiento del 68, muchos de los afines pusieron de moda tildar de “fascista” a cualquier persona que no fuera políticamente correcta o cometiera un error de apreciación sobre los nuevos tiempos que corrían.
Con el echeverriato, el discurso oficial cambió radicalmente y pasó del furibundo anticomunismo rampante en el Gobierno de Gustavo Díaz Ordaz a un anti-imperialismo que se nutría de muchos contenidos de la izquierda, por lo general mal enunciados desde la superficial formación marxista que popularizó (el término no es aleatorio) la chilena Martha Harneker, en particular con su libro Los conceptos elementales del materialismo histórico.
Para los izquierdistas y sobre todo para los izquierdosos de los años 70 del siglo pasado, cualquier persona era acusada de fascista a la menor provocación: eran tales los que habían sido funcionarios del gobierno de Díaz Ordaz -con la excepción obvia de Luis Echeverría Álvarez, que pasó de ser un impetuoso y leal Secretario de Gobernación a un Presidente muy crítico con su antecesor-, pero también cabían en esa definición los empresarios, los miembros del PAN -el único partido opositor que existía-, los maestros que reprobaban a sus alumnos y hasta las gráciles muchachas que no hacían caso a los galanes.
El término era fuerte en los primeros años del sexenio, pero se fue adelgazando con el uso continuado y acabó por perder su fuerza denostadora. A mediados de los 70, ya era acusado de fascista cualquiera: que si el mesero se tardaba en servir la sopa, era un fascista; que si el bolero no dejaba totalmente limpios los zapatos, era un fascista; que si el tamarindo nos detenía por haber cometido alguna infracción, era un fascista.
Lo opuesto y encontrado era ser un revolucionario. Y se consideraban así los jóvenes jilgueros que fue coptando el candidato Echeverría, quienes empezaron a incluir en sus discursos más tronantes palabras y frases como “burguesía”, “infraestructura”, “plusvalía”, “imperialismo”, “dictadura del proletariado”.
Cuento como anécdota lo que le gritó un joven harnekeriano al cantante de protesta José de Molina allá por 1972, durante un concierto popular que estaba dando el músico en un centro comercial de Aguascalientes, cuando un policía auxiliar se acercó subrepticiamente y desconectó el cable que había enchufado sin permiso y sin pagar, para que su guitarra eléctrica y su bocina hicieran escuchar su canto a la pequeña muchedumbre que se había congregado:
“José, José,” -llamó la atención del cantante y acusó a la autoridad- “¡este esbirro del imperialismo yanqui acaba de cometer un atentado contra la infraestructura popular!”

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