Jesús López Domínguez
Juan Noel Armenta López
Habemos personas que venimos a este mundo sólo para irnos. Habemos personas que no hacemos ni siquiera lo mínimo que la vida exige: ayudar al desvalido es una de ellas, cumplir con una responsabilidad, o simplemente ser felices. Habemos muchas personas, las más, que vivimos porque sentimos que respiramos. Habemos personas que nos quedamos atrapados en las telarañas de odios, rencores, y sin razones. Por eso es que aquellas personas que, en contraste, hacen lo que tienen que hacer, indudablemente destacan por esa prontitud y esa probidad. Algunas personas tienen esa espuma maravillosa que crece sin pretenderlo. Una de esas personas que llegó a esta vida con luz propia, sin duda lo fue, y tal vez lo sigue siendo, el doctor Jesús López Domínguez. Mi abuela decía que Jesús López Domínguez era el doctor del pueblo. Era tanta la fe que la gente le tenía al doctor, que llegó a ser ese gran Hipócrates de la medicina de muchos lugares. Yo recuerdo gente que venía de Mata Verde, de La Esperanza, de Brazo Fuerte, de Mozomboa, de Topilito, Potrero Alto, Palma Sola, Vainillas, Paredones, San Luis de los Reyes, Emilio Carranza, Vega de Alatorre, Las Hayas, Zihuitlán, Cempoala, San Isidro, y muchos más. Hasta mi tierra, La Cruz de la Concordia, una vez escuchando la radio oímos que el gran compadre Manuel, aquél locutor famoso, dijo: ¡Se pide a los familiares de Ramiro León, de la congregación del Zapote, vengan con un catre para que se lleven al enfermo que ya curó el doctor López Domínguez con esas manos prodigiosas que Dios le dio! Y recuerdo que mi mamá les dijo a mis tías que al doctor López Domínguez no le gustaban ni las alabanzas ni el dinero. Decía mi abuela Federica que cuando López Domínguez la operó de las varices, le dijo que si no tenía dinero pagara después, pero mi abuela llevaba el dinero y pagó. Soledad, una señora de la congregación de Juan Martín, fue salvada por el doctor López Domínguez y no le cobró nada porque sabía que era muy pobre. A los ocho días Soledad volvió a curación y le traía al doctor como regalo una gallina en un tenate. El doctor le dio instrucciones a Soledad: te tomas estas pastillas como te anoté en la receta, y vas a hacer otra cosa, matas la gallina y te la comes con tu familia, yo no puedo ir, pero piensa ese día de la comida que ahí estaré presente con ustedes. Y se fue Soledad. Y Soledad hizo lo que le recetó el doctor: empezó a tomar las pastillas y se comió la gallina con su familia. Me gusta mucho mi trabajo, me gusta mucho lo que hago, disfruto mucho cuando veo que la gente me aprecia, todo eso no se paga con dinero, se paga siendo humilde, no todas las cosas en el mundo son cosas de dinero, le dijo el doctor una vez a mi tía Tomasa Alarcón. No tiene el doctor López Domínguez quizás un monumento, pero vive en el recuerdo de quienes le conocimos y de
quienes oímos hablar de ese gran sentido humano que irradiaba para sus semejantes. El doctor Jesús López Domínguez formó parte de una pléya de médicos que también hicieron historia. Cito algunos de ellos: Fornaguera, Gastón Galindo, Covarrubias, Gustavo Rodríguez, Cubria, Benjamìn Portilla, Santos, Román Romero, Lara Carrillo, Nachón, y otros médicos que escapan a mi memoria. Hablo hoy del doctor Jesús López Domínguez a la distancia del tiempo porque sigue latente y fresco en el devenir histórico. Gracias Zazil. Doy fe.