Caballo de Troya
Por Juan Armenta López
Cada etapa de la vida tiene sus encantos. Llegar a viejo no es la excepción. Llegar a viejo tiene su encanto. Ser viejo no es una enfermedad. Aunque las enfermedades llegan al viejo como moscas al panal. Eso pensaba don Luis Brillado cuando cumplió sus “primeros” ochenta años. Con el tiempo a mi favor y otras veces en contra, gracias a Dios me hice viejo, insistía don Luis. Hace algunos años me veía con los amigos en la hermosa cantina “Las Palomas”. Hoy nos hemos encontrado haciendo cola en los hospitales. Antes copa en mano. Hoy “copro” en mano. Nos damos cuenta que hemos envejecido cuando vemos que se arruga el espejo. Vemos que la gente se hace vieja cuando le rechinan las rodillas al vecino. El infame calendario nunca se detiene. Hay veces que ya no arrancamos hojas del calendario, las hojas se caen solitas. No asisto a velorios porque los muertos no vendrán al mío. Al velorio de Tomasa sí fui, debido a que teníamos una apuesta para ver quién se iba primero. No le temo a la muerte, le temo a dejar de vivir, que no es lo mismo, la muerte llega y nos vamos con ella, pero dejar de vivir es abandonar todo aquello que con cariño nos rodea. Lo único que me preocupa cuando muera es que tiempo voy a estar en la tumba. Si algo tiene de cruel el tiempo, es que avejenta la piel aún en contra de nuestra voluntad. Mi memoria de corto plazo anda muy mal. Ya no busco las llaves cuando las pierdo porque nunca las encuentro. Mi memoria de largo plazo anda muy bien: todavía recuerdo cuando le quemaron los pies a Porfirio Díaz para que dijera dónde estaba el tesoro. Es terrible perder la memoria, porque si de algo vive el viejo es de sus recuerdos. Van tres veces que le pido a Dios no perder la memoria. Pero Dios debe estar tan ocupado que todo se le olvida. Mi familia ya no me escucha. Mi familia piensa que por viejo soy torpe. Mi familia empieza a “zopilotearme”. Tres días me dejaron encerrado porque no quise firmar un papel. Uno se hace viejo cuando lleva mucho tiempo en este mundo. Entre más me hago viejo, me da la impresión de que son menos los años que me quedan por vivir. Me consuela que no quedé tieso a medio camino como la abuela de Juan y Pedro. Siento que la punta del camino de dónde vengo está muy lejos. Siento que la punta del camino hacia donde voy está cada día más cerca. Antes cumplía años cada año. Hoy siento que voy de diez en diez. Cuando hablo, mis hijos dicen: ¡Eso ya lo contaste muchas veces!. Sin embargo, lo sigo contando porque estoy necesitado de tribuna y de público que me escuchen. Yo me siento bien, pero los “fiscales de hierro” dicen que no. Seguido escucho: no hagas esto, no hagas lo otro. Mi nuevo nombre es “no hagas”. Algo nuevo para mí es el examen del antígeno prostático. Pero a lo que sí me negué colérico fue al tacto rectal. Me pareció una propuesta indecorosa de muy bajos instintos. ¡Me muero pero completo!, dije en tono amenazante levantando el puño cerrado cual
lanza en ristre. Lo curioso es que ese examen se lo hacen sólo a los hombres. Acusé por ello inequidad de género. La única forma de saber si la próstata ha crecido, es mediante tacto rectal, dijo uno de mis hijos. Pues si crece la próstata no me caería nada mal una “extensión”, respondí airado. Depende de lo que entiendas por próstata, contestó el hijo indignado. Un día, molesto hablé con mi familia. Les dije que yo les había dado mi tiempo, mi responsabilidad, mi dinero, mi cariño, y todo lo que pude. Abundé que no era justo que me encerraran y me maltrataran. Tomé la chamarra y me fui a la calle con el rostro desencajado. Volví en la noche ya más calmado. Hablamos y las cosas tomaron nuevo rumbo. Cuando mis hijos se retiraron a sus casas me dieron un beso, tenía tiempo que no lo hacían. Y todo cambió para bien. Moraleja: en émulo al viejo Caballo de Troya, pareciera que el verdadero enemigo del anciano está en las entrañas de su propia mente. Gracias Zazil. Doy f